sábado, 16 de junio de 2012

LA FILOSOFÍA COMO SABER DE LA ESPERANZA III

"Un problema contemporáneo"

¿Quién podría tener el futuro en sus manos y no sentir la más fría desazón? ¿Quién puede ver lo que espera y no perder toda esperanza? ¿Cómo ser felices en un mundo de quietud donde ya todo está dado, donde el hombre ya no tiene perspectiva de futuro? ¿Cómo ser felices en un mundo de mera ancianidad, donde la inocencia y la inquietud del niño no tienen cabida? Quien diga vivir así es mejor que se declare muerto; quien no tiene esperanza no puede más que ver y quedarse en un ‘valle de lágrimas’, en un mundo ‘viejo’ donde la muerte reina, dado que la esperanza nos impulsa a recrear el mundo.
Cuando hablamos de recrear el mundo hacemos referencia a re-significarlo, pues es así como el hombre se re-significa también. El volver a significar implica adquirir una nueva visión y una nueva postura frente al mundo, frente a la realidad objetiva que circunda al hombre y desde allí al mundo y la realidad subjetiva que el hombre mismo experimenta. En este plano de la subjetividad donde para el hombre el mundo es su mundo, según diría Wittgenstein, la realidad, sin duda, cobra un significado distinto; un significado que la sociedad actual no reconoce gracias a que está viciada todavía por un pensar materialista que se heredó del empirismo y luego del positivismo. Permítasenos en este aspecto hacer referencia a un problema que afronta el mundo contemporáneo.
El problema de la contemporaneidad en realidad es un problema "viejo", que como un huracán en crecida se ha desarrollado de manera bárbara, más específicamente desde los siglos XVII y XVIII, siglos en los que imperó la filosofía empirista y con ella el materialismo, dando como resultado la cosificación y enajenación del hombre. Es decir, predominó el dominio de la razón instrumental que le amputó al hombre la necesidad y capacidad de trascendencia.
Entiendo trascendencia como el encaminarse hacia el encuentro con el ser. El hombre ha perdido toda posibilidad de contemplar al ser que lo origina, que lo posibilita; se ha olvidado incluso de sí mismo y en consecuencia se ha olvidado también de su igual.
Una vez habiéndole amputado al hombre su capacidad de trascendencia, se le amputa así toda esperanza y con ello todo sentido de pertenencia por su propio existir. El hombre contemporáneo no vive, lo viven. El pensar materialmente, el no ver más allá de lo que se le presenta le disminuye sus horizontes. Las demandas que el mundo contemporáneo exige: trabajar para pagar los servicios, para la alimentación, para estudio, para vivienda y demás necesidades que son ineludibles le hace olvidar que es un ser humano y le hace convertirse en máquina.
Cuando el hombre empieza a concebir como real sólo lo que es verificable, resulta que lo que se le convierte realmente importante es lo útil, se implementa el utilitarismo y el hombre sólo empieza a valer por lo que hace, incluso adquiere más valor lo que hace (el objeto o la cosa) que él que es quien lo hace, quedando así enajenado por su producto y en calidad de máquina ya que esto es lo único que en estos tiempos le permite sobrevivir.
             La pregunta que suscita es ¿cómo hacer que el hombre deje de sobrevivir y se dedique a vivir? El hombre sobrevive porque se encuentra consumido por el “ego”, esa prepotencia de creerse capaz de todo individualmente, de no reconocer al igual como su apoyo. 

             Hay una realidad, en el universo no existe un solo hombre sino que existen muchos en calidad de iguales; en la medida en que esto se reconozca los problemas de la humanidad no se acabarán pero sí disminuirán o serán más llevaderos; en la medida que el hombre trascienda hacia el ser que se le revela en el otro, comprenderá cuan valioso es vivir y existir. La vida cobraría un sentido esperanzador, pues, la confianza que deposita en su igual dejaría de ser una confianza meramente mediada por un contrato, para convertirse en una confianza medida por lo que vale el otro e implícitamente por lo que el hombre vale en relación con éste.

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