lunes, 26 de diciembre de 2011

Primicias antropológicas del pensar utópico

       "Lo querido utópicamente
 dirige todos los movimientos de libertad"
- Ernst Bloch - 

Lo que a continuación presento es una serie de poemas que expresan, de una manera u otra, mi concepción de la utopía. La utopía es un sueño, pero entiéndase a la manera de Ernst Bloch, un “sueño soñado despierto”, un deseo acompañado del querer; es decir, un sueño que exige voluntad y acción del soñador. En la utopía se hace presente el deseo, y el deseo es siempre deseo de algo mejor, es sed de más, es resistencia. El deseo se resiste al anquilosamiento, siempre deseamos ir más allá, traspasar las barreras de lo dispuesto en el mundo –el propio y el común-. Ese sueño que es la utopía, es un sueño que siempre esperamos realizar, pero mientras esperamos –no de manera estática, sino todo lo contrario, este esperar se refiere al estar en procura de lo soñado que está por realizarse- somos conscientes de que nuestras esperanzas pueden o no realizarse, ya que los sueños se mueven en el ámbito de la posibilidad. Es entonces cuando afloran y se sienten, como nos lo hace saber Pedro Laín Entralgo, “la patentación de la finitud, la nada, la realidad, el ser, la infinitud", etc. Y sin embargo, sea que se realicen o no nuestras esperanzas, al final, siempre, dada nuestra condición humana, seguimos hacia adelante, pues, el mañana nos convoca, nadie vive hacia atrás, nadie soporta una vida de lamentos y anquilosada, todos buscamos realizar el gran proyecto humano: ser feliz.



I. La ensoñación
Cuando soñamos
El mundo se ensancha,
Ningún espacio es restringido
Sentimos siempre que la vida está por delante,
Que la vida es mañana.
Que el pasado es pasado mañana,
Que viene después.
El sueño soñado despierto,
La ensoñación,
Nos hace patente eso que somos
Y que ignoramos; nos recuerda
Que no somos herméticos,
Que somos en la medida en que
Estamos siendo: somos un por-venir.
La ensoñación nos permite siempre
Traspasar lo que es
Y aparece ante nosotros,
El sueño soñado despierto nos da siempre
Otras opciones
Nos permite recrear el mundo.
La ensoñación nos permite rozar el futuro
Nos ubica en un otro presente,
Nos permite anticipar de manera consciente
El mañana y nos compromete.
El sueño soñado despierto es un compromiso:
Pues, se trata de ser lo que queremos ser.
Se trata de llegar a ser lo que todavía no somos:
Lo soñado.

II. El deseo
Siempre estamos deseando.
¡Bendita insatisfacción!
El deseo se aminora
Cuando se acaricia lo deseado
Pero nunca se acaba,
Siempre hay algo que se divisa como
Lo mejor, como más pleno.
Siempre la satisfacción de un deseo
Es la gestación de otro más grande,
Nunca se acaba de desear.
Quien tiene poder, quiere más poder;
Quien tiene riquezas, quiere más riquezas;
Incluso, quien tiene una mujer;
Quiere dos, o tres y hasta más,
Tal es nuestra condición humana:
Somos esencialmente
Seres sedientos de más,
Seres deseantes.
Sin el deseo no habría hombres,
No habría humanidad,
No sólo por la atracción libidinal
Que se ejerce entre los cuerpos,
Sino porque el deseo nos mantiene con vida.
Ciertamente el deseo no es más
Que “perseverancia en la existencia”,
Es una insistencia en seguir siendo.
El deseo es un desenquilosante,
Nos pone en movimiento.
¡El deseo, siempre el deseo!

III. La espera
Muchas afecciones afloran
Mientras se espera.
Angustia, esperanza, miedo…
En la espera nos podemos
Hacer dueños de nosotros mismos.

IV. Cita con el mañana
El mañana me espera, porque hoy nos citamos;
fue un día arduo, todo él en preparación
para no dejar que mi existencia se congelara
en un presente sin final.
Ha llegado la noche, los párpados me pesan,
rebosante de alegría cierro mis ojos.
La aurora ha de llegar, el sol ha de brillar.
¿Cómo será el encuentro con el día que todavía no es
y que me espera deseoso de ser?
¿Cómo seré yo al momento del encuentro?
Sólo sé que no seremos los mismos de hoy.
Comprendo ahora las palabras de Heráclito:
“Todo fluye”, “nadie se baña dos veces en el mismo rio”
Soy cambiante. Soy un ser en apertura, no hermético.
Aún no me he realizado, de ahí mi alegría
Y esperanza de encontrarme con el mañana.
Todo lo que el hombre persigue
con actitud esperanzada es su feliz realización.

jueves, 17 de noviembre de 2011

ENSEÑAR A APRENDER


 “El proyecto mismo de la filosofía no puede desligarse de la cuestión pedagógica”
Fernando Savater


He aquí uno de los deberes de la educación: “mantener abierta la marcha del discurso” (Cfr., Gadamer: 2004,193) y es aquí donde la filosofía cumple su papel pedagógico. La pedagogía trata de las relaciones entre la enseñanza y el aprendizaje. La enseñanza es un proceso según el cual se transmiten conocimientos y el aprendizaje es el proceso según el cual se recibe el conocimiento que se está transmitiendo. Así la “enseñanza-aprendizaje” es un proceso de transmisión y asimilación de conocimientos. El maestro enseña, el estudiante aprende. Así funciona la educación: hay uno que domina un saber y lo transmite y otro que carece de ese saber y lo recibe de quien lo conoce. Este modelo pedagógico es filosóficamente estéril, no hay discurso, no hay dinamismo, el saber se anquilosa, no hay investigación, no hay diálogo, no hay nada. Así pues, lo importante no es transmitir un conocimiento, lo realmente “importante es enseñar a aprender” (F. Savater, 1997, 50).

“El profesor de bachillerato no puede nunca olvidar que su obligación es mostrar en cada asignatura un panorama general y un método de trabajo a personas que en su mayoría no volverán a interesarse profesionalmente por esos temas. No sólo ha de limitarse a informar de los hechos y las teorías esenciales, sino que también tiene que intentar apuntar los caminos metodológicos por los que se llegó a ellos y pueden ser prolongados fructuosamente. Informar de lo ya conseguido, enseñar como puede conseguirse más: ambas tareas son imprescindibles, porque no puede haber ‘creadores’ sin noticias de lo fundamental que les precede –todo conocimiento es transmisión de una tradición intelectual- ni sirve de nada memorizar formulas o nombres a quien carece de guía para la indagación personal” (F. Savater, ibíd. 125).

El profesor pone las bases y propende por que el estudiante construya. Sostenemos que sólo enseñando a prender se mantiene abierta la marcha del discurso. El maestro ha de ser modelo, ha de ser ejemplo para el estudiante. Se hace fácil cuando de impartir una cátedra en un aula académica se trata, el seguir los módulos, más aún si estos vienen con talleres que permiten mantener al estudiante ocupado, por eso no es extraño encontrar que en una escuela el profesor de ingles sea a su vez el profesor de ética y el profesor de educación física sea el profesor de filosofía: no se necesita dominar un saber, se necesitan módulos que lo contengan.

Sólo enseña a aprender aquél que está en constante aprendizaje. Es decir, el profesor debe asumirse como un eterno estudiante, maestro de esto es el filósofo de Envigado Fernando González, quien se reconoce como tal en su “Don Mirócletes”. Un profesor no debe conformarse con el conocimiento que pueda tener sobre alguna materia específica, sino que debe dinamizar su saber, renovarlo mediante la investigación.

El profesor según nos enseña Savater debe “estimular a que los demás hagan hallazgos, no pavonearse de los que él ha realizado” (ibíd., 124), “pero sobre todo el profesor tiene que fomentar las pasiones intelectuales, porque son lo contrario de la apatía esterilizadora que se refugia en la rutina y que es lo más opuesto que existe a la cultura” (ibíd., 125).


Bibliografía

Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 2004.
Savater, Fernando, El valor de educar, Ariel, Barcelona, 1997.

viernes, 11 de noviembre de 2011

"EL PARTO"

Compartí "una palabra engendra la otra" en un foro del grupo "Philosophia",  de la Sociedad de Filosofía Aplicada, en Facebook. Y la palabra fue fecunda y engendró, en una disertación, el siguiente poema. 

Palabras, sólo palabras...

Vientre estéril
Oído sordo
Alma muda
de soledad nutrido
de ceguera pura,
abre tus ojos y mira,
calla,
escucha;
deja que entren las voces
que no oyes y son muchas.

Autora: Salima del Mar

(Gracias Salima)

lunes, 7 de noviembre de 2011

UNA PALABRA ENGENDRA LA OTRA

                                               “El lenguaje no es un medio más que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo.”
Gadamer

La tradición filosófica se ha encargado de enseñarnos a partir de Aristóteles, que como hombres somos seres políticos, es decir, hombres que desarrollamos nuestro ser en la medida en que interactuamos con otros hombres. Dicha interacción es lo social, lo político. La vida social exige acuerdos y desacuerdos, gracias al dinamismo que cada individuo le imprime según su modo de vida; exige pactos que permitan el establecimiento de un orden en el que los desacuerdos se aminoren. La vida social exige diálogo.

El diálogo, ese hablar y dejar hablar, ese oír y dejar oír, es encuentro, encuentro de dos mundos que interactúan buscando comprenderse. Ocurre muy a menudo que una conversación se convierte en una disputa, en una pugna de ideas y de opiniones en la que los interlocutores, los hablantes, buscan y propenden por el silencio del otro, por anular el hablar del otro, ocurre que uno de los hablantes busca persuadir al otro de su “ignorancia”, pero no con actitud socrática incitando a la investigación, sino en actitud de arrogancia, como diciendo ¡“yo tengo la razón, yo sé, acepta lo que yo propongo”!, ¿acaso no es esta arrogancia el pecado de muchos “maestros”?[1] El maestro debe procurar el diálogo, procurar el encuentro, incitar a la investigación.

La filosofía es una disciplina que se recrea en y por el diálogo y el diálogo es el ir y venir de la palabra. “Una palabra engendra la otra” (Cfr., Gadamer: 2004,193). La palabra engendrada tiene que ser más diciente que la anterior, en tanto que hija de ella, si no habrá sido en vano su procreación. Se trata de saber disponer el pensamiento al acto creador; es decir, de avanzar siempre con el ánimo de traspasar las barreras de lo dicho y dispuesto en el mundo. “Pensar es traspasar” (Cfr. E. Bloch: 2004, 26). La crítica nos sitúa siempre un paso más adelante, nos libera del anquilosamiento, nos humaniza. ¿Qué hay más humano que la insatisfacción, que la inconformidad? ¡Ay del hombre conformista, del satisfecho que se presta a ser marioneta, del animal domesticado! Hay quienes se contentan con repetir lo que han aprendido, los hay también que procuran la dominación del otro y no su liberación, estos hombres son la mata de la infertilidad: no hacen nada, no dicen nada, no engendran nada, no crean nada.

La crítica es la partera que se encarga de desvelar lo velado, es la facilitadora del parto. El parto es el momento feliz. El parto es lo que nos hace similares a los dioses, lo que nos hace dioses: el parto es el momento culmen de la creación y es el momento en que la especie se perpetúa. Así como nosotros somos a través de los otros y en los otros, así ocurre también con la palabra: es por otra que la engendró y en otra a la que engendra. Tal vez ahora se comprenda porqué la palabra hace al hombre, incluso se comprenda porqué el hombre es un ser de palabras.  El hombre es en la medida en que se piensa como hombre y sólo se piensa con palabras, por eso “pensar significa pensarse algo. Y pensarse algo significa decirse algo” según enseña Gadamer (ibíd. 195-196). Ahora bien, pensarse algo si bien significa decirse algo, en la medida del diálogo con uno mismo, significa más propiamente descubrirse algo, pues pensarse algo no tiene otro fin que el caer en la cuenta de aquello que se es. ¿Y para qué caer en la cuenta de lo que se es? Para superarse, para ser otro, para hacerse otro, de lo contrario en nada nos diferenciaríamos del animal anquilosado.

Así, pensarse algo significa descubrirse algo.  Descubrirse algo significa caer en la cuenta de lo que se es. Y caer en la cuenta de lo que se es significa autoconocimiento o conocimiento de sí. Pensarse algo significa en últimas el despertar de la conciencia; esto es, saberse siendo en un contexto. El contexto es un entramado de situaciones, un mundo de relaciones lingüísticas en el cual los hombres son; de ahí que el hombre sea un ser-en-el mundo, según advierte Heidegger. O yendo un poco más al fondo del asunto: un ser que habita en el lenguaje. Tal vez se comprenda ahora aquella sentencia heideggeriana según la cual “el lenguaje es la casa del ser”.

¿Quién negará después de esto que el lenguaje ejerce una influencia en nuestro pensamiento? sin embargo, esto no quiere decir de ninguna manera, que el lenguaje determine nuestro pensamiento. Es cierto que venimos al mundo y por tal venimos al lenguaje, más propiamente a ciertas manifestaciones del lenguaje, la lengua y algunas manifestaciones simbólicas propias de la cultura por ejemplo, pero dichas manifestaciones no nos determinan en la medida en que nada nos impide aprender otra lengua u otra cultura. El lenguaje dota al hombre de la apertura necesaria para trascender lo dispuesto en el mundo. Es increíble cómo a través del hombre el lenguaje se trasciende a sí mismo y cómo a través del lenguaje el hombre se conoce y trasciende a sí mismo también. Si una palabra engendra la otra es en virtud de la palabra misma; es decir, en virtud de que se “mantenga abierta la marcha del discurso” (Gadamer, Ibíd. 193).

Bibliografía

Bloch, Ernst, El principio esperanza, Trotta, Madrid, 2004.
Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 2004. 

[1] “El pedante se dirige a sus alumnos como si estuviese presentando una comunicación ante un congreso de sus más distinguidos y exigentes colegas, todos los cuales llevan años dedicados a la disciplina de sus desvelos. Pero como la mayoría de los jóvenes no demuestran el debido entusiasmo ni la comprensión requerida, se desespera y los maldice. He conocido profesores de bachillerato indignados por lo ignorantes que son sus alumnos, como si la obligación de sacarles de esa ignorancia no fuera suya. En el fondo, el problema del pedante es que no quiere enseñar a neófitos sino ser admirado por los sabios y probarse a sí mismo que vale tanto como el que más” (F. Savater, el valor de educar, Ariel, Barcelona, 1997, p, 124).