miércoles, 27 de junio de 2012

LA FILOSOFÍA COMO SABER DE LA ESPERANZA V

"AUTOPOIESIS"

La esperanza a la que nos hemos referido en cada una de las líneas aquí presentadas es totalizadora, vincula, une, no es fragmentaria; refiere tanto lo que es –lo real-, como lo que puede ser –lo real posible-; no se desliga de la vida mundana para referirse a una vida celeste pues ese ha sido el error de toda visión escatológica. Ella tiene que estar enraizada y fundamentada en el ser que habita y el mundo que es el habitado, de lo contrario ni la vida del ser-en-el-mundo, ni el mundo como habitación del hombre tendrían razón de ser. 

No hay desligación de ninguna realidad, sino que se trata de hacer coincidir, como garante de felicidad, todas las realidades posibles del hombre: tanto el mundo interior como el mundo exterior.  “Cuando esto sucede es fiesta para el alma y merece la pena vivir”[1]. La esperanza permite hacer coincidir estos dos mundos ¿De qué manera? En la medida en que es el hombre pensándose a sí mismo, desde una realidad en la que está inmerso, en perspectiva de futuro.

            Los hombres no somos “ángeles” o seres “celestiales” que vivimos con auroras resplandecientes sobre nuestra existencia, no vivimos fuera del mundo. Y es tal la certeza que tenemos de ello que postulamos y abogamos por una esperanza que lo decora, lo armoniza, lo hace habitable. El mundo está en estado de fragmento, la esperanza toma cada uno y lo organiza, de esta forma decimos que lo recrea. Al hombre lo hace conciente de su finitud, de su obligación para consigo mismo, con sus iguales y con su habitación. Es tal su virtud que, incluso, no sería erróneo decir que ella es en esencia poesía.  Corroborando lo dicho nos dice María Zambrano:

“El poeta, en su poema crea una unidad con la palabra esas palabras que tratan de apresar  lo más tenue, lo más alado, lo más distinto de cada cosa, de cada instante. El poema es ya la unidad no oculta, sino presente; la unidad realizada, diríamos encarnada (…) [El poeta] quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser, hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro. El poeta no se afana para que las cosas que hay, unas sean y otras no lleguen a ese privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada”[2].

Luego de esta magistral comprensión de la poesía y de la labor del poeta que hace María Zambrano pregunto: ¿al igual que el poeta, el hombre que vive en actitud esperanzada no crea una unidad?  Y desde allí ¿La esperanza no es “unidad encarnada”? ¿Acaso el hombre esperanzado no quiere y vincula tanto la realidad, lo que hay, como lo que no es pero que puede ser, “lo real-posible”? ¿Acaso el hombre del cual hacemos referencia no trabaja al igual que el poeta para que aquello que aún no es llegue a ser?

La vida es como una vasija o un saco, es decir, en principio es vacía y cobra sentido en la medida en que la vamos llenando con experiencias, atreviéndonos a transformar en algo lo que antes era nada. Entonces decimos que así como el poeta, el hombre que vive en actitud esperanzada no teme a la nada, sino que la abraza y la colma de sentido.


[1] HESSE, Hermann, Demian, Madrid: Alianza Editorial, 1982, p., 171.

[2] Cf., Zambrano, María, filosofía y poesía, México: Fondo de Cultura Económica, 2001, p., 21-23.

lunes, 25 de junio de 2012

LA FILOSOFÍA COMO SABER DE LA ESPERANZA IV

“El mundo del mañana está en nuestras manos”

La evasión de la realidad es la enfermedad social del hombre contemporáneo. El material impermeable es el más vendido, son más frecuentados los gimnasios que las bibliotecas, resulta ser más rentable invertir en masacres que saciar el hambre y la sabiduría de los viejos deambula por las aulas de los ancianatos. No hay interés en afrontar la realidad propia ni la del otro. Así surge una necesidad y un imperativo para la filosofía: la reflexión filosófica debe entablar una relación dialogal con los problemas que acaecen a la realidad social que afrontan los hombres, para que estos puedan integrar al “tú” con un “yo” en vez de aislarles y sumirlos en la individualidad. Decimos entonces que se necesita habla y escucha para generar compromiso, pues sólo los hombres somos agentes de cambio social o porque, en palabras de Gabriel Marcel, “el mundo del mañana está en nuestras manos”[1]

Vivimos sin conciencia de nuestra finitud,
sin volvernos al reconocimiento de nuestra historia:
agonías, tristezas, triunfos, dichas…
Todo ello que constituye nuestro sentido de ser.
Ser aquí y ahora, ser mañana y siempre,
ser por nuestras obras, ser siendo concientes.
Conciencia ensoñadora que se crea en el presente,
presente que se inmola ante un devenir perenne.

Sin duda alguna en nuestras manos está el mañana que aun nos es incierto, pero que nos espera, y nos corresponde a nosotros labrar camino hacia el encuentro. Nos es imperativo inmolarnos con cada segundo que pasa para permitir el ser del otro, para permitir el devenir del tiempo, para permitir el devenir de nuevas experiencias que renuevan nuestra leve pero bella existencia. Así lo refiere Hermann Hesse en el poema escalones:

Así como toda flor se enmustia y toda juventud cede a la edad,
así también florecen sucesivos los peldaños de la vida;
a su tiempo flora toda sabiduría, toda virtud,
mas no les es dado durar eternamente.
Es menester que el corazón, a cada llamamiento,
esté pronto al adiós y a comenzar de nuevo,
esté dispuesto a darse, animoso y sin duelos,
a nuevas y distintas ataduras.
En el fondo de cada comienzo hay un hechizo
que nos protege y nos ayuda a vivir.

Debemos ir serenos y alegres por la Tierra,
atravesar espacio tras espacio
sin aferrarnos a ninguno, cual si fuera una patria;
el espíritu universal no quiere encadenarnos:
quiere que nos elevemos, que nos ensanchemos
escalón tras escalón. Apenas hemos ganado intimidad
en un morada y en un ambiente, ya todo empieza a languidecer:
sólo quien está pronto a partir y peregrinar
podrá eludir la parálisis que causa la costumbre.

Aun la hora de la muerte acaso nos coloque
frente a nuevos espacios que debamos andar:
las llamadas de la vida no acabarán jamás para nosotros...
¡Ea, pues, corazón arriba! ¡Despídete estás curado![2]






[1] MARCEL, Gabriel. Un cambio de esperanza. Buenos Aires: Guillermo Kraft Limitada, 1961, p., 284.

sábado, 16 de junio de 2012

LA FILOSOFÍA COMO SABER DE LA ESPERANZA III

"Un problema contemporáneo"

¿Quién podría tener el futuro en sus manos y no sentir la más fría desazón? ¿Quién puede ver lo que espera y no perder toda esperanza? ¿Cómo ser felices en un mundo de quietud donde ya todo está dado, donde el hombre ya no tiene perspectiva de futuro? ¿Cómo ser felices en un mundo de mera ancianidad, donde la inocencia y la inquietud del niño no tienen cabida? Quien diga vivir así es mejor que se declare muerto; quien no tiene esperanza no puede más que ver y quedarse en un ‘valle de lágrimas’, en un mundo ‘viejo’ donde la muerte reina, dado que la esperanza nos impulsa a recrear el mundo.
Cuando hablamos de recrear el mundo hacemos referencia a re-significarlo, pues es así como el hombre se re-significa también. El volver a significar implica adquirir una nueva visión y una nueva postura frente al mundo, frente a la realidad objetiva que circunda al hombre y desde allí al mundo y la realidad subjetiva que el hombre mismo experimenta. En este plano de la subjetividad donde para el hombre el mundo es su mundo, según diría Wittgenstein, la realidad, sin duda, cobra un significado distinto; un significado que la sociedad actual no reconoce gracias a que está viciada todavía por un pensar materialista que se heredó del empirismo y luego del positivismo. Permítasenos en este aspecto hacer referencia a un problema que afronta el mundo contemporáneo.
El problema de la contemporaneidad en realidad es un problema "viejo", que como un huracán en crecida se ha desarrollado de manera bárbara, más específicamente desde los siglos XVII y XVIII, siglos en los que imperó la filosofía empirista y con ella el materialismo, dando como resultado la cosificación y enajenación del hombre. Es decir, predominó el dominio de la razón instrumental que le amputó al hombre la necesidad y capacidad de trascendencia.
Entiendo trascendencia como el encaminarse hacia el encuentro con el ser. El hombre ha perdido toda posibilidad de contemplar al ser que lo origina, que lo posibilita; se ha olvidado incluso de sí mismo y en consecuencia se ha olvidado también de su igual.
Una vez habiéndole amputado al hombre su capacidad de trascendencia, se le amputa así toda esperanza y con ello todo sentido de pertenencia por su propio existir. El hombre contemporáneo no vive, lo viven. El pensar materialmente, el no ver más allá de lo que se le presenta le disminuye sus horizontes. Las demandas que el mundo contemporáneo exige: trabajar para pagar los servicios, para la alimentación, para estudio, para vivienda y demás necesidades que son ineludibles le hace olvidar que es un ser humano y le hace convertirse en máquina.
Cuando el hombre empieza a concebir como real sólo lo que es verificable, resulta que lo que se le convierte realmente importante es lo útil, se implementa el utilitarismo y el hombre sólo empieza a valer por lo que hace, incluso adquiere más valor lo que hace (el objeto o la cosa) que él que es quien lo hace, quedando así enajenado por su producto y en calidad de máquina ya que esto es lo único que en estos tiempos le permite sobrevivir.
             La pregunta que suscita es ¿cómo hacer que el hombre deje de sobrevivir y se dedique a vivir? El hombre sobrevive porque se encuentra consumido por el “ego”, esa prepotencia de creerse capaz de todo individualmente, de no reconocer al igual como su apoyo. 

             Hay una realidad, en el universo no existe un solo hombre sino que existen muchos en calidad de iguales; en la medida en que esto se reconozca los problemas de la humanidad no se acabarán pero sí disminuirán o serán más llevaderos; en la medida que el hombre trascienda hacia el ser que se le revela en el otro, comprenderá cuan valioso es vivir y existir. La vida cobraría un sentido esperanzador, pues, la confianza que deposita en su igual dejaría de ser una confianza meramente mediada por un contrato, para convertirse en una confianza medida por lo que vale el otro e implícitamente por lo que el hombre vale en relación con éste.