martes, 8 de mayo de 2012

LA FILOSOFÍA COMO SABER DE LA ESPERANZA I


“La filosofía tendrá que tener conciencia moral del mañana, tomar partida por el futuro, saber de la esperanza, o no tendrá ya saber ninguno.”
Ernst Bloch

Pensar en el mañana como detonante es arriesgarse a recrear el mundo junto con el hombre que lo habita. El hombre es ser-en-el-mundo como ya lo atestiguo Heidegger y como tal es un ser fragmentario e inacabado, haciendo a la vez al mundo tan fragmentario como él. En este campo el hombre pone en juego su pasado (su historia, su tradición), su presente (su ser-ahora), y su futuro (su no-ser). Pone en juego su realidad a partir de una deconstrucción de su existencia. Una existencia que es dinámica y tiene que ser así para que pueda tener algún sentido.

Que el mundo esté en estado de no-ser, en tanto inacabado y que el hombre esté, de manera ineludible, inmerso en tal mundo, supone un trabajo y tal es que busque la realización de su ser, desde la realización del mundo que habita y que por tal le pertenece, como un acto de responsabilidad, no sólo con él y el mundo, sino con la humanidad entera. Esto implica que el hombre se piense desde su historia, desde lo que en el ahora le acontece y finalmente de todo lo que esto le genera y le demanda en la construcción de su futuro

Lo que se pretende, pues, al situar al hombre y al mundo en estado inacabado, es situar a la filosofía, en tanto ésta aborda al hombre en relación con el mundo, como una filosofía que debe ser pensada, desde el pasado pero sin quedarse en él, desde el presente como su campo de acción y desde el futuro, especialmente, como garante de saber, como conciencia de supervivencia. 

Queremos hacer énfasis en el carácter de futuro como conciencia de supervivencia de la filosofía, porque si bien ésta tiene que plantearse los problemas que se presentan actualmente, tiene que pensarlos desde las implicaciones que estos puedan tener para la humanidad en un mañana, pues, ciertamente, ya tiene implicaciones en la humanidad del hoy. Todo esto puede ser elaborado muy bien desde los interrogantes ¿cuál es el mundo que queremos para las próximas generaciones? ¿Cuál es el tipo de hombre que estamos construyendo y que en realidad queremos construir? Esto último teniendo en cuenta que la realidad objetiva permea a todo ser humano en ella inmerso y que por tal le afecta. En definitiva el futuro del hombre y con él el del mundo deben ser pensados. 

El hombre, es una realidad que no era ayer lo que es en este instante y no es ahora lo que será mañana. Su ser de hoy se da con perspectiva de lo todavía no dado: la vida baila al compás de un melodioso resurgir que acontece al resucitar cada mañana, al llegar el alba, luego de la muerte ensayada que produce el sueño de la noche. Vive en apertura, en actitud esperanzada, para permitir que se abra el horizonte de aquello que en él está dado como posibilidad. Lo que de suyo muestra que el hombre es un ser inacabado. Es el ‘ya’ pero ‘todavía no’.

Abrir el horizonte es permitir el viaje. Es zarpar mar adentro, es atreverse a escalar la inacabada colina de la vida y ascender en el autoconocimiento, a partir del conocimiento del mundo, de la realidad. Emprender el viaje es permitir “que se pueda navegar así en sueños, que sean posibles sueños diurnos, muy a menudo sin garantía, esto es lo que caracteriza el gran lugar de la vida todavía abierta, todavía incierta en el hombre”[1].

Se reconoce aquí un problema en cuanto a la esperanza. Tal problema radica en que puede hacer que el hombre duerma y se sumerja en un profundo sueño, esperando algo que no es seguro que llegue y como resultado le genere frustración. Esto cargaría a la esperanza con significación peyorativa. Pero también reconocemos que rechazar la posibilidad o existencia de la esperanza es comprensible, pues no es fácil confiar en un futuro cada vez más lejano, un futuro que ha sido relegado a un ‘más allá’ sin término y que lleva a que el hombre viva el hoy sin perspectiva de futuro, sin reconocer que el futuro tiene su realidad desde el hoy que se vive.

Comprendemos así que algunos piensen que cada nueva esperanza está ahí sólo para hacer soportable la frustración de esperanzas previas, como es el caso de André Comte-Sponville; también comprendemos que se piense que la actitud esperanzada mantiene al hombre dormitado y que de esta manera no vive nunca, pero espera vivir. Como es el caso de Pascal, a quien cita Comte-Sponville en el prólogo del El Mito de Ícaro

Acerca de que el hombre no vive, sino que espera vivir –si entendemos esto como evasión de la realidad que nos circunda- Leibniz tiene una forma muy particular de llamarlo: la razón perezosa, rescatando la sabiduría de los antiguos. 

“En todo tiempo se han dejado llevar los hombres de un sofisma, que los antiguos llamaban la razón perezosa, porque lleva a no hacer nada, o por lo menos a no cuidarse de nada, y a seguir sólo la inclinación a los placeres del presente. Porque -se decía- si el porvenir es necesario, lo que debe suceder, sucederá, hágase lo que se quiera. Ahora bien; el porvenir -se añadía- es necesario, ya porque la divinidad lo prevé todo, y hasta lo preestablece de antemano al regir todas las cosas del universo”.[2]

            La problemática que entraña tan particular razón se resuelve fácil si sostenemos la exposición que traemos al respecto de que la esperanza tiene su realidad en el ahora, puesto que no espera conseguir algo quien no trabaja por conseguirlo. Si el hombre espera aferrado a que alguien o algo ajeno a él lo haga un ser finalizado, acabado, esto ya no es actitud esperanzada sino, actitud (o razón) perezosa, y estas dos actitudes, no son afines.  Sin embargo, si el porvenir es necesario, como esfera de realización del hombre, no lo es en tanto algo ya determinado, como si el destino de cada hombre estuviese fijado desde antes de ser formado o antes de salir del seno materno. El destino es en la medida en que se va construyendo, no en vano dice Antonio Machado: “caminante no hay camino se hace camino al andar”.

 Fuente: Sofía

[1] Cf., Ernst Bloch, El principio esperanza, tomo I. Madrid: Trotta, 2004, P., 237.
[2] LEIBNIZ, Godofredo Guillermo, Teodicea: ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Buenos Aires: Claridad, 1946, p., 35.

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