lunes, 7 de noviembre de 2011

UNA PALABRA ENGENDRA LA OTRA

                                               “El lenguaje no es un medio más que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo.”
Gadamer

La tradición filosófica se ha encargado de enseñarnos a partir de Aristóteles, que como hombres somos seres políticos, es decir, hombres que desarrollamos nuestro ser en la medida en que interactuamos con otros hombres. Dicha interacción es lo social, lo político. La vida social exige acuerdos y desacuerdos, gracias al dinamismo que cada individuo le imprime según su modo de vida; exige pactos que permitan el establecimiento de un orden en el que los desacuerdos se aminoren. La vida social exige diálogo.

El diálogo, ese hablar y dejar hablar, ese oír y dejar oír, es encuentro, encuentro de dos mundos que interactúan buscando comprenderse. Ocurre muy a menudo que una conversación se convierte en una disputa, en una pugna de ideas y de opiniones en la que los interlocutores, los hablantes, buscan y propenden por el silencio del otro, por anular el hablar del otro, ocurre que uno de los hablantes busca persuadir al otro de su “ignorancia”, pero no con actitud socrática incitando a la investigación, sino en actitud de arrogancia, como diciendo ¡“yo tengo la razón, yo sé, acepta lo que yo propongo”!, ¿acaso no es esta arrogancia el pecado de muchos “maestros”?[1] El maestro debe procurar el diálogo, procurar el encuentro, incitar a la investigación.

La filosofía es una disciplina que se recrea en y por el diálogo y el diálogo es el ir y venir de la palabra. “Una palabra engendra la otra” (Cfr., Gadamer: 2004,193). La palabra engendrada tiene que ser más diciente que la anterior, en tanto que hija de ella, si no habrá sido en vano su procreación. Se trata de saber disponer el pensamiento al acto creador; es decir, de avanzar siempre con el ánimo de traspasar las barreras de lo dicho y dispuesto en el mundo. “Pensar es traspasar” (Cfr. E. Bloch: 2004, 26). La crítica nos sitúa siempre un paso más adelante, nos libera del anquilosamiento, nos humaniza. ¿Qué hay más humano que la insatisfacción, que la inconformidad? ¡Ay del hombre conformista, del satisfecho que se presta a ser marioneta, del animal domesticado! Hay quienes se contentan con repetir lo que han aprendido, los hay también que procuran la dominación del otro y no su liberación, estos hombres son la mata de la infertilidad: no hacen nada, no dicen nada, no engendran nada, no crean nada.

La crítica es la partera que se encarga de desvelar lo velado, es la facilitadora del parto. El parto es el momento feliz. El parto es lo que nos hace similares a los dioses, lo que nos hace dioses: el parto es el momento culmen de la creación y es el momento en que la especie se perpetúa. Así como nosotros somos a través de los otros y en los otros, así ocurre también con la palabra: es por otra que la engendró y en otra a la que engendra. Tal vez ahora se comprenda porqué la palabra hace al hombre, incluso se comprenda porqué el hombre es un ser de palabras.  El hombre es en la medida en que se piensa como hombre y sólo se piensa con palabras, por eso “pensar significa pensarse algo. Y pensarse algo significa decirse algo” según enseña Gadamer (ibíd. 195-196). Ahora bien, pensarse algo si bien significa decirse algo, en la medida del diálogo con uno mismo, significa más propiamente descubrirse algo, pues pensarse algo no tiene otro fin que el caer en la cuenta de aquello que se es. ¿Y para qué caer en la cuenta de lo que se es? Para superarse, para ser otro, para hacerse otro, de lo contrario en nada nos diferenciaríamos del animal anquilosado.

Así, pensarse algo significa descubrirse algo.  Descubrirse algo significa caer en la cuenta de lo que se es. Y caer en la cuenta de lo que se es significa autoconocimiento o conocimiento de sí. Pensarse algo significa en últimas el despertar de la conciencia; esto es, saberse siendo en un contexto. El contexto es un entramado de situaciones, un mundo de relaciones lingüísticas en el cual los hombres son; de ahí que el hombre sea un ser-en-el mundo, según advierte Heidegger. O yendo un poco más al fondo del asunto: un ser que habita en el lenguaje. Tal vez se comprenda ahora aquella sentencia heideggeriana según la cual “el lenguaje es la casa del ser”.

¿Quién negará después de esto que el lenguaje ejerce una influencia en nuestro pensamiento? sin embargo, esto no quiere decir de ninguna manera, que el lenguaje determine nuestro pensamiento. Es cierto que venimos al mundo y por tal venimos al lenguaje, más propiamente a ciertas manifestaciones del lenguaje, la lengua y algunas manifestaciones simbólicas propias de la cultura por ejemplo, pero dichas manifestaciones no nos determinan en la medida en que nada nos impide aprender otra lengua u otra cultura. El lenguaje dota al hombre de la apertura necesaria para trascender lo dispuesto en el mundo. Es increíble cómo a través del hombre el lenguaje se trasciende a sí mismo y cómo a través del lenguaje el hombre se conoce y trasciende a sí mismo también. Si una palabra engendra la otra es en virtud de la palabra misma; es decir, en virtud de que se “mantenga abierta la marcha del discurso” (Gadamer, Ibíd. 193).

Bibliografía

Bloch, Ernst, El principio esperanza, Trotta, Madrid, 2004.
Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 2004. 

[1] “El pedante se dirige a sus alumnos como si estuviese presentando una comunicación ante un congreso de sus más distinguidos y exigentes colegas, todos los cuales llevan años dedicados a la disciplina de sus desvelos. Pero como la mayoría de los jóvenes no demuestran el debido entusiasmo ni la comprensión requerida, se desespera y los maldice. He conocido profesores de bachillerato indignados por lo ignorantes que son sus alumnos, como si la obligación de sacarles de esa ignorancia no fuera suya. En el fondo, el problema del pedante es que no quiere enseñar a neófitos sino ser admirado por los sabios y probarse a sí mismo que vale tanto como el que más” (F. Savater, el valor de educar, Ariel, Barcelona, 1997, p, 124).

1 comentario:

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